19.
Resumen
En este artículo el autor aborda las
prácticas de enseñanza del profesor y
cómo éstas de forma oculta, inciden
en la formación de un sujeto que en
vez de proyectarse a la transformación
de sí mismo y de la sociedad, termina
reproduciendo –perpetuando- los mismos
valores sociales, culturales, económicos y
políticos de la sociedad en la que está
inmerso. Se aborda igualmente cómo
el sistema educativo, el currículo y la
escuela no sólo condicionan las prácticas
de enseñanza del profesor; sino también
inciden en la formación del estudiante
para amoldarlo al sistema y a la sociedad.
Todo este análisis se desarrolla a la luz de
la pedagogía crítica.
Palabras clave: profesor, práctica,
enseñanza, currículo, oculto.
Abstract
In this article the author approaches de
teacher’s teaching practice and how
these practices in a hidden way model
an individual that rather than projecting
towards the transformation of himself/
herself, reproduces –perpetuating in
the end- those same social, cultural,
economical and political values of the
society in which he or she is immersed.
In like manner, the author approaches
the educational system, the curriculum
and the school as configuring frames that
influence not only the teacher´s teaching
practices, but also how they impinge on
the student to shape him/her according
to the system and society they live in. This
analysis is carried out under the critical
pedagogy.
Keywords: teacher, practice, teaching,
curriculum, hidden.
* Académico investigador, Escuela de Educación de la Universidad Don Bosco.
Artículo
Nelson Rubén Martínez Reyes*
nelson.martinez@udb.edu.sv
La cara oculta del profesor
The hidden face of the teacher
Para citar este artículo: Martínez, N. (2012). La cara oculta del profesor. Diá-logos 10, 19-41
ISSN 1996-1642, Editorial Universidad Don Bosco, año 6, No.10, Junio-Diciembre de 2012, pp.19-41
Recibido: 29 de junio de 2012 Aceptado: 27 de julio de 2012
La cara oculta del
profesor
20.
Introducción
Se entiende que el profesor
1
es el profesional cuya función o responsabilidad
fundamental es ayudar a otros a aprender nuevos conocimientos y desarrollar
nuevos comportamientos, actitudes, habilidades y competencias; ayudar a
otros a formarse no sólo como profesionales sino también como personas y
seres humanos. Además se entiende que la enseñanza y las tareas educativas
son su dedicación principal. Sus habilidades profesionales consisten en enseñar
y sus atribuciones están estrechamente relacionadas con la enseñanza, la
educación y la orientación de niños, jóvenes y adultos. El término profesor –y
también docente- se asigna en función de la tarea formadora que profesa y
no en términos de la disciplina o nivel educativo en el cual se desempeña.
En algunos lugares, si el profesor demuestra una habilidad extraordinaria en la
materia que instruye, o destaca con mérito relevante entre otros profesores, o
tiene dotes especiales en la enseñanza, se le llama maestro.
Del profesor y de la profesión docente se reconocen muchas cosas. A menudo
se destaca, con justicia, el valor social de su misión, la nobleza de su tarea y la
abnegación con que la cumple; su capacidad para ayudar a otros a desarrollar
sus potencialidades y talentos; su capacidad de formar y transformar niños y
jóvenes en adultos educados, civilizados, productivos y útiles a la sociedad; su
incidencia capital para el desarrollo de los pueblos; su capacidad -a través de
la educación- de construir un mundo mejor. Se dice que la profesión docente,
más que un trabajo, es una misión, un apostolado.
Sin embargo, el profesor también tiene una dimensión menos conocida,
menos explícita: tiene una cara oculta. Esa otra faceta del profesor se dice
oculta porque pasa inadvertida para la sociedad, escuela, estudiantes y para
los profesores mismos; porque no es una función ni propósito generalmente
expresado en el currículo oficial, y porque sus resultados parecen desconocidos
y hasta contradictorios con lo que normalmente se esperaría de la educación
y del educador. Esta cara oculta del profesor tiene que ver con lo que enseñan
como profesor y con lo que aprenden los alumnos en la escuela, generalmente
a través del currículo oculto. En esa cara oculta, el profesor reproduce formas
de enseñanza que impiden el pleno desarrollo de los estudiantes; y conforma
subjetividades, a través de formas enmascaradas, que reproducen y perpetuán
el sistema y sociedad en los que están inmersos.
Esta tesis del profesor que desarrolla una agenda oculta se plantea en dos
direcciones. En un primer plano, el profesor es “el instrumento” del sistema
educativo, el currículo y la escuela que sirve para integrar y acomodar a niños
y jóvenes en formación dentro de la lógica del sistema imperante y obtener
su conformidad al mismo, y lo hace a menudo sin siquiera ser consciente de
eso. En un segundo plano, el profesor, que es reflexivo y pensante, que no es
1. A lo largo de este artículo se usa el término “el profesor” con una connotación genérica para designar a la
persona que ejerce como docente, independientemente de su género. Bajo la misma lógica se usa “el estudiante”
o “el alumno” para designar a la persona que estudia dentro de una institución educativa indistintamente de sí es
masculino o femenino.
21.
neutral ante la realidad, ni tampoco lo es su práctica educativa, a menudo
subconscientemente -mediado por su cosmovisión, convicciones, creencias,
prejuicios, temores, intereses, motivaciones, valores, actitudes y prácticas-, usa
la educación como “el instrumento” generalmente para el mismo fin antes
apuntado. Es decir, en ambos casos, tanto desde la actividad meramente
instrumental del profesor al servicio del sistema, donde sus actuaciones se limitan
a desarrollar un currículo prescrito desde los objetivos del Estado; como desde
del profesor que lejos de ser un sujeto pasivo, es un actor activo y consciente,
cuyas actuaciones docentes pasan por el filtro de su interpretación y valoración,
el profesor desarrolla una agenda oculta.
El análisis del profesor y su práctica educativa en la escuela y el aula se desarrolla
bajo el enfoque de la pedagogía crítica y en línea con el pensamiento de
Henry Giroux, Michael Foucoult, Paulo Freire, Philip Jackson, Michael Apple, Peter
McLaren, Pierre Bourdieu, entre otros.
1. El sujeto-profesor y la práctica de enseñanza
La actuación docente conlleva necesariamente una intención educativa,
formativa. Intencionalmente busca “formar” a aquellas personas en proceso
de formación, aquellas personas que se consideran inacabadas o amorfas
en cuanto a su formación como sujetos sociales y culturales. De acuerdo con
Velásquez (2006), “formar implica dar forma, es decir, organizar las estructuras del
ser humano de acuerdo a una determinada concepción o ideal. Es moldearlo,
imprimirle un sello, conferirle un carácter. Su estructuración no puede realizarse
sino desde dentro, desde los fundamentos del propio ser” (p. 192).
Como punto de partida de la acción formativa debe destacarse el
emplazamiento del profesor como modelo. Cualquiera que sea la disciplina
que enseñe o nivel en el que se desempeñe, éste siempre se constituye como
un modelo; es decir, el profesor es un modelo, un ejemplo -de adulto formado,
de persona, de ser humano, de sujeto social y cultural- puesto en la escuela
como representante de la sociedad que sirve de guía en la formación de
otros, y como tal puede ser imitado y copiado. Es precisamente el modelaje
del profesor la forma primaria de incidir en sus estudiantes ya que mucho del
aprendizaje sucede por imitación. El modelaje del profesor está mediado en
primer lugar por su condición de ser humano ya que antes de ser profesor es
una persona –hombre o mujer, con todas sus posibilidades y limitaciones- social
e históricamente situada. Como sujeto social y cultural, el profesor es portador
de las herencias cultural y social y expresa con sus enseñanzas la continuidad
de la historia humana (Velásquez, 2006). El modelaje del profesor se manifiesta
tanto en su ser y presencia como en su discurso y actuaciones. El ser-profesor, el
sujeto-profesor está anclado a su práctica educativa como actividad principal
de su profesión.
La cara oculta del
profesor
22.
La cara oculta del profesor, esa que tiene que ver con lo que enseña a sus
alumnos de forma implícita tiene como base la constitución de sujeto-profesor.
Las actuaciones del profesor no son necesariamente las que se idealizan ni las
que se representan a partir de las teorías o de los modelos pedagógicos, ni las
que reclama el currículo oficial; sino las que detallan sus prácticas cotidianas, su
quehacer en la enseñanza, sus experiencias que como docente desarrolla en
los diferentes escenarios educativos.
Por tanto, el profesor es profesor por lo que hace; se le conoce por su práctica,
ya que esta lo configura como sujeto-profesor. Tal como lo expresa Romero
(2010), al desentrañar la constitución de sujeto-profesor se abre la posibilidad de
comprender acontecimientos que se encuentran dispersos y fragmentados en el
surgimiento y producción de discursos y prácticas, que matizadas por trayectos
históricos, develan maneras de pensar y actuar del profesor y lo configuran
como sujeto en la experiencia cotidiana de enseñanza.
De acuerdo con Foucault (1994), el ser humano se constituye en sujeto dentro
de la sociedad mediante la práctica, en la acción misma. Esa misma práctica,
a lo largo del tiempo, como constitución histórica del individuo, permite develar
lo que es, y eso actúa sobre sí mismo y luego sobre los otros. Foucault introduce
la idea de un sujeto que no es autónomo, sino resultado de esos modos o
prácticas de subjetivación, que cambian históricamente. Por ello, es necesario
tener en cuenta al sujeto como ser histórico, social y temporal que se muestra en
sí mismo, pero en un ámbito específico, cotidiano y natural, que necesita darse
a sí mismo una comprensión del mundo, en cuanto éste es ontológicamente
un carácter de su existir. La ontología histórica pretende dar cuenta de cómo
las distintas prácticas constituyen al sujeto, construyen objetos y producen
conceptos.
Las prácticas despliegan materialidades, reglas y condiciones que permiten
develar la constitución del sujeto. Las prácticas -su racionalidad, regularidad y
transformaciones-, producen saber, poder y subjetivación (Romero, 2010). En la
práctica, el sujeto y el objeto se transforman en función y en relación con el otro.
Bourdieu (1972) explica las prácticas a partir del concepto de habitus. Entiende
las prácticas como aquello que se ha adquirido, que se encarna en el cuerpo
a partir de una historia y de las condiciones sociales. Estas condiciones sociales
se reproducen a través de representaciones y prácticas que están diseminadas
y condicionadas por la posición que ocupa, y donde se llevan a cabo
relaciones de saber y poder. En esa misma línea, Young (1988) señala que
los hábitos no son elegidos normalmente de manera deliberada, sino que se
vuelven preponderantes y representativos en las personas en la medida que se
constituyen como agentes en los mismos escenarios en que se desenvuelven
día a día, y esos escenarios están estructurados por pautas institucionalizadas de
comportamiento históricamente creados y recreados.
23.
El término enseñanza, por su parte, es de difícil definición debido a la diversidad
de situaciones en las que se aplica y a la variedad de sentidos que puede
asumir. Sin embargo, dicho término involucra una serie de rasgos que la
caracterizan. Para comenzar, su naturaleza es tríadica, incluye un aprendiz, un
contenido/conocimiento y el poseedor de dicho conocimiento. Un segundo
rasgo es que la enseñanza constituye un intento por transmitir, y dicho intento
puede ser exitoso o fallido (Camilloni et al, 1998). Pero además, Suriani (2003)
destaca otros rasgos. De acuerdo con ella, la enseñanza genera una situación
de asimetría inicial ya que supone el reconocimiento de la legitimidad del
transmisor -autoridad pedagógica- delegada por la institución. Además, como
practica social que es, la enseñanza expresa conflictos y contradicciones. Pero
sobre todo, se reconoce que la enseñanza es una actividad intencional, una
conducta voluntaria que tiene el propósito de educar y enseñar (Aiello, 2005;
Suriani, 2003; Camilloni et al, 1998; Edelstein, 2002).
Para Suriani (2003), las prácticas de enseñanza son prácticas sociales ligadas
al ámbito educativo, estrechamente relacionadas con las prácticas docentes
y en su sentido más estricto se consideran prácticas educativas
2
. Para ella son
prácticas donde interactúan sujetos y donde se comparten modos de vida
(rutinas, tradiciones, gestos y más), formas de pensar, de actuar y de hacer
propias dichas prácticas que se ubican en el espacio del aula escolar en torno al
conocimiento y a la relación del profesor con los estudiantes. Estas prácticas de
enseñanza establecen conexiones dispuestas bajo condiciones sociohistóricas
e institucionales (normas, formas de organización, políticas de funcionamiento,
entre otras). Se considera las prácticas de la enseñanza como una actividad
caracterizada por su complejidad, multiplicidad, inmediatez, simultaneidad
e impredictibilidad que sólo cobra sentido en función del contexto en que se
desenvuelve (Aiello, 2005, p. 330).
No debe entenderse, sin embargo, que la práctica del profesor es una
construcción producto sólo de la subjetivación o de la objetivación de la
realidad. De acuerdo con Romero y Gómez (2007), la práctica de enseñanza
del profesor es una construcción social, histórica y política, como se ha venido
enfatizando. El profesor se presenta como un sujeto producto de una variedad
cambiante y desafiante de condiciones económicas, políticas, sociales,
históricas, educativas y culturales. Esas condiciones lo imbuyen, condicionan e
influencian, posibilitan y limitan en sus actuaciones como sujeto-profesor.
Pero las prácticas de enseñanza son también un producto de la subjetivación del
profesor, del “mundo interior”, de la cosmovisión, actitudes, valores y experiencia
idiosincrática del sujeto-profesor. El comportamiento, las actuaciones del
profesor son la concreción de sus nociones, sentimientos e inclinaciones. De aquí
que se puede desentrañar el desempeño de su oficio por la vía de retratar su
2. A lo largo de este artículo se usan indistintamente los términos “práctica educativa” y “práctica de enseñanza”
como sinónimos, aunque en general se respeta las distinciones que hace Suriani.
La cara oculta del
profesor
24.
pensamiento, su autoimagen, sus motivaciones y el saber hacer proporcionado
por su experiencia personal (Romero y Gómez, 2007). En consecuencias, el
sujeto construye “su práctica” en la misma medida que la práctica es construida
por el marco en que opera.
La práctica del profesor, que no es necesariamente una aplicación de la teoría,
en opinión de De Vicenzi (2009), es una práctica donde el profesor concibe la
enseñanza como dependiente de los contenidos que debe transmitir y de sí
mismo, quien se asume como fuente de conocimiento. Promueve generalmente
un aprendizaje receptivo, memorístico y asociativo, reproductivo-repetitivo y
promueve un rol pasivo por parte del alumno. Estas prácticas de enseñanza se
encuentran provistas de rituales, de competencias signadas por habilidades y
destrezas, vinculadas a dominios del poder que reproduce y ostenta el saber
del profesor.
Las prácticas educativas o de enseñanza no son neutrales o ingenuas. Para
empezar, la enseñanza no es una actividad casual, arbitraria o sin consecuencias;
sino por el contrario es una actividad intencional y estructurada. Aunque a menudo
las acciones humanas se ven sorprendidas por consecuencias inadvertidas, no
buscadas, y estas pueden desencadenar involuntariamente en la reproducción
de ciertas dinámicas sociales (Romero y Gómez, 2007). Además, la enseñanza
como práctica, se encuentra inmersa en un contexto social e institucional que
está sujeta a diversos intereses, necesidades y situaciones, pero a la vez, es el
resultado, como ya se explicitó anteriormente, de procesos subjetivantes de los
profesores –sus convicciones, motivaciones, creencias, cosmovisión-, desde los
cuales redireccionan su práctica. Las prácticas de enseñanza no son sólo un
referente del dominio de la profesión, sino del dominio de la enseñanza, lo que
permite actuar al profesor y, a la vez, subjetivarse en el dominio de la enseñanza.
Así pues, el profesor se configura y transforma en un agente que a través de una
diversidad de gestos, conductas, hábitos, imposiciones, dominios y posturas, se
proyecta con marcas y huellas de prolongación, resistencia, replegamiento y
mutación de discursos y prácticas de enseñanza que lo determinan como un
tipo de sujeto de poder y saber (Romero, 2010).
2. La educación, la escuela y el currículo
Las actuaciones del profesor que inciden directamente en los estudiantes dentro
de la escuela y dentro del aula, están enmarcadas en lo que se denomina
práctica educativa o prácticas de enseñanza. Pero ninguna práctica surge de
la nada, ni se da en forma aislada o descontextualizada. Toda práctica de todo
profesor está adscrita y sustentada en una serie de contextos que la configuran
y orientan, posibilitan y limitan. Entre esas condicionantes están la noción de
educación que se tenga y se ponga en práctica en el sistema educativo,
la escuela y el currículo. Estos contextos no sólo condicionan e inciden en el
profesor y su práctica, sino también configuran al estudiante mismo.
25.
La noción de educación sobre la cual se construye el sistema educativo, con
la cual funciona la escuela y sirve de guía al profesor es el punto de partida.
Es necesario destacar que la educación, no puede entenderse sólo desde su
conceptualización más tradicional, su percepción más sublime, o su propósito
más noble, ni sólo desde su dimensión instrumental o metodológica. Como
toda actividad humana, la educación está sujeta a las dimensiones política,
económica, social y cultural, y se sustenta en una ideología. Es necesario
reconocer que la educación no es ingenua o inocente y tampoco es ajena a
los intereses e intencionalidades de personas, grupos o del Estado mismo.
Desde el pensamiento de Freire (en Giroux, 1997), se asume que no hay nada
parecido a una educación neutral. La educación para él, o bien funciona como
un instrumento utilizado para facilitar la integración de la generación más joven
dentro de la lógica del sistema actual y obtener su conformidad al mismo, o
bien se convierte en la “práctica de la libertad”, en virtud de la cual hombres
y mujeres se enfrentan crítica y creadoramente con la realidad y descubren la
forma de participar en la transformación del mundo. Lo mismo se cuestiona
Tyler: “¿Deberían las escuelas formar a los jóvenes para que se adapten a
la actual sociedad tal como ella lo ha hecho? O, por el contrario, ¿tiene la
escuela la misión revolucionaria de formar a jóvenes que tratarán de mejorar
esa misma sociedad? (Tyler en Giroux, 1997). Tengan o no conciencia de ello,
los educadores trabajan en función de una de las dos posiciones descritas por
Tyler y Freire (Giroux, 1997).
Según Michael Apple (1987), no hay sistema educativo que no implique un
proceso complejo de reproducción cultural, económica y de las relaciones
sociales de la sociedad. Por tanto, cualquier forma de educación, concebida
y estructurada en el sistema educativo, refleja las relaciones de dominio de
los grupos con más poder e influencia social. Como estructura, organización y
propósito, el sistema está pensado generalmente desde el Estado en función de
ciertos objetivos de formación explícitos e implícitos que difícilmente representan
los intereses de los grupos con menos poder.
El sistema educativo es una entidad suprainstitucional que se materializa a través
del currículo. Desde cualquier ángulo que se tome el currículo, éste constituye
un contexto único a través del cual se explicita toda la política del Estado con
respecto a las metas educativas. Nada es más político, más ideológico ni más
intencionado que el currículo (Martínez, 2011a). Independientemente de cómo
se conceptualice el currículo, de cómo se implemente, o de la posición del
profesor con respecto a él, es prácticamente imposible negar su tremenda
influencia en la vida escolar, en los procesos educativos y relacionales dentro
del aula, en las actuaciones del profesor y su incidencia en la formación del
estudiante.
La cara oculta del
profesor
26.
El currículo oficial contiene el modelo de hombre y de ciudadano que se pretende
formar. Contiene de modo explícito los conocimientos, comportamientos y
competencias con las cuales debe insertarse en la sociedad para poder tomar
posición dentro de ella. Generalmente el currículo está pensado para adaptar
el nuevo ciudadano a las condiciones actuales de la sociedad, no para
transformarla. Esto es así porque el currículo a menudo está diseñado desde
el Estado y responde a un modelo-sistema político, económico y social de una
sociedad en particular, y representa, de forma hegemónica, las estructuras
económicas y sociales más amplias (Apple en Silva, 2002).
Paralelamente al currículo oficial (formal y prescrito), se encuentra el currículo
oculto. Philip Jackson (1992), creador de dicho concepto, se refiere a él como
a la variedad de influencias educativas que no están formalmente consignadas
en el currículo prescrito. Usualmente el currículo oculto se refiere a conocimientos
adquiridos en las escuelas primarias y secundarias, normalmente con una
connotación negativa, producto de la forma encubierta de influir sobre personas
en formación. Éste se apoya en aspectos organizacionales, procesuales y
relacionales dentro del aula y generalmente pasan desapercibidos tanto para
los estudiantes como para los profesores.
Ambos currículos plantean las contradicciones tanto de la educación como
del sistema, entre lo que se dice o espera y lo que realmente se hace. El
currículo oficial, con los objetivos cognitivos y afectivos de la instrucción formal,
se expresa en políticas que dominan el currículo prescrito y se representa en
documentos oficiales, programas y planes de estudio que plasman la intención
educativa del Estado (Angulo y León, 2005). El oculto, que se refiere al conjunto
de normas, valores y creencias no afirmadas explícitamente que los profesores
transmiten a los estudiantes a través de la estructura significativa subyacente
tanto del contenido formal como de las relaciones de la vida escolar del aula
(Giroux, 1997). El currículo oculto es el que forja la personalidad de los alumnos a
través de las interacciones cotidianas con profesores y compañeros que luego
quedan grabadas en la forma de valores y actitudes que delinean “la manera
de ser del sujeto”. La cara oculta del profesor corresponde precisamente a sus
actuaciones dentro del currículo oculto, ya que él es el ejecutor de todas las
formas de currículo.
La escuela, por otro lado, constituye el contexto de contacto entre docentes
y estudiantes. La escuela es el espacio físico y social donde los procesos
educativos suceden. Es donde las relaciones e interacciones surgen, se
desarrollan y se consuman. Es donde el currículo oficial, prescrito y explícito,
así como el real y oculto se materializan. Es aquí donde todas las variedades
de concepciones, decisiones, comportamientos y acciones se concretizan en
un conjunto intrincado de códigos, significados y tradiciones que denotan su
carácter sociopolítico (Martínez, 2011a).
27.
La escuela es el espacio donde se realizan y se configuran las prácticas de
enseñanza, educativas y docentes. Es el escenario donde los profesores
despliegan todo su poder, conocimientos, convicciones, contradicciones,
creencias, prejuicios, ansiedades, temores, intereses, valores y actitudes con
respecto a la educación, la escuela, la sociedad, el mundo y la vida. Las
instituciones educativas también son espacios formadores de docentes en tanto
que modelan sus formas de percibir, pensar y actuar (De Lella, 1999) generando
en el proceso tanto una cultura profesional como una cultura institucional.
Cada escuela representa una minisociedad, idiosincráticamente creada,
construida y mantenida por sus miembros por medio de procesos de
“coexistencia” sutiles o bien definidos. Cada escuela dispone de su propia
cultura que contribuye a dar sentido y significación a lo que se hace. Toda esta
forma específica de hacer las cosas en la escuela tiene una tremenda influencia
sobre el aprendizaje de los alumnos, tanto de aspectos académicos como
no académicos, ya sea en forma intencional o inconscientemente (Martínez,
2011a).
La escuela, como minisociedad, está vinculada a una sociedad más grande, en
la cual está inmersa y a la cual representa. Escuela y sociedad se retroalimentan
y se reconfiguran mutuamente en un proceso dialéctico, tanto así que la una no
puede existir sin la otra. Las escuelas son en realidad instituciones sociopolíticas
y no pueden existir independientemente de la sociedad en la que actúan
(Giroux, 1997). De aquí que algunos opinen que ninguna escuela es mejor que
la sociedad en la que está inmersa.
Dentro de la escuela está el aula. Cada aula es un “microespacio”, un
micromundo” donde se reúnen cara a cara los actores principales del proceso
educativo: el profesor y los alumnos. Dentro del aula cada uno de ellos cumple
con jerarquías, funciones, roles, derechos y atribuciones específicos que definen
quién es quién dentro del proceso educativo y determinan por tanto sus
actuaciones dentro del aula (Hernández, 2006).
Se sabe que la escuela desempeña una función socializadora que la familia no
puede realizar. Según Castoriadis (1998), el propósito de la escuela es incorporar
a los alumnos en una cultura, lenguaje y pensamiento preexistente por medio
de la educación. Por consiguiente, tiene como misión comunicar a las nuevas
generaciones los saberes socialmente instituidos, aquellos determinados en un
momento histórico como válidos. La escuela también ofrece la posibilidad de
dedicarse por sí misma a la formación de una ciudadanía responsable. De ahí
que la escuela proporciona conocimientos, desarrolla habilidades y actitudes
que preparen a niños y jóvenes para asumir responsablemente las tareas de
la participación social plena en su vida adulta y les permitan adaptarse y
desarrollarse en el mundo. Además, de acuerdo con Giroux (1997) se asume
que la escuela es la encargada de la distribución del saber en forma equitativa,
La cara oculta del
profesor
28.
por encima de las diferencias sociales, sexuales o étnicas, contribuyendo así a
la extinción de las desigualdades y privilegios y debería ser la primera línea de
defensa de las cuestiones de equidad, justicia y libertad.
Pero detrás de la escuela, cuyo representante y ejecutor es el profesor, hay
también otra cara. Como lo afirma Giroux (1997), creer que la enseñanza
escolar puede definirse como la suma de las ofertas de sus cursos oficiales es
del todo ingenuo. Pensar que las escuelas sólo se limitan a impartir instrucción
y a desarrollar un currículo oficial inocuo también raya en la inocencia. Los
profesores tampoco se limitan en su práctica educativa sólo a desarrollar un
currículo formal neutral, aún cuando ellos mismos puedan llegar a creer que
esa es su única o principal tarea. Las actuaciones, relaciones y convivencia del
profesor con los estudiantes dentro de la escuela también generan normas y
principios de conducta que los estudiantes aprenden. Todas esas experiencias,
que no están contempladas en el currículo formal y de las cuales los participantes
tampoco están conscientes, influyen en sus vidas. En el centro mismo del hecho
educativo confluyen la escuela –espacio físico-social-, el currículo –objetivos
y conocimientos de formación- y el profesor –con su práctica instrumental o
crítica-reflexiva- cuyos valores configuran e influyen prácticamente en todos los
aspectos de la experiencia educativa del estudiante.
3. Lo que enseñan los profesores y lo que aprenden los estudiantes
de forma oculta
El profesor es el “ejecutorde la escuela y el gestor del currículo y se constituye
como profesor dentro de ese contexto educativo mediado por el currículo
a través de la práctica. Es precisamente a través de la práctica educativa
de todos los días que el profesor incide -con o sin intención, consciente o
subconscientemente, sutil y abiertamente- en la formación de hábitos, actitudes,
y comportamientos de los estudiantes. Entonces vale la pena indagar sobre sus
prácticas de enseñanza cotidianas; sobre cómo enseña, qué enseña y para qué
lo enseña; sobre qué aprenden los alumnos y para qué lo aprenden de forma
velada a través del currículo oculto. Es necesario profundizar en la cara oculta
del profesor, en eso que enseña y no sabe que lo enseña, en eso que aprende
el estudiante y no sabe que aprende porque ambos fenómenos suceden en
formas sutiles e imperceptibles.
Una de las funciones de la escuela es la difusión del conocimiento y la cultura
y esa tarea recae en el profesor. Cuando se habla de conocimiento se hace
referencia precisamente al conocimiento de la ciencia y la cultura, al contenido
o temas de estudio que se les enseña a los estudiantes. Ese conocimiento, que
no es neutral, generalmente prescrito en el currículo y contenido en los textos,
tiene una tremenda incidencia en la formación del estudiante.
Para comenzar, dicho conocimiento ha sido previamente seleccionado,
parcelado, dosificado y estructurado bajo criterios subjetivos e interesados por
29.
parte de los que toman las decisiones. El conocimiento, a menudo generado
por muchos, ha sido validado por unos pocos de tal forma que se han excluido
intencionalmente las interpretaciones de otros. De esta manera, la ciencia, que
ya ha pasado a formar parte del sistema de valores sociales, se expresa por
medio de los temas, tópicos y contenidos que son enseñados, reproducidos
y valorados porque históricamente han sido de beneficio para alguien (Ruiz
y Estreval, 2006). Se seleccionan determinados conocimientos y saberes en
detrimento de otros considerados menos importantes de tal suerte que lo
que se hace llegar al estudiante no es otra cosa que un cuerpo de saberes
que enmascara la ideología de los grupos de poder (Lopes, 1996). La lógica
de difundir, propagar y transmitir el conocimiento en la escuela consiste en
entregar conocimientos, en manejar e imponer caminos, bajo la premisa que
el contenido de la enseñanza debe ser buscado y elaborado por ellos -la clase
dominante, los que tienen el poder- dentro de los marcos de su visión, que rara
vez coincide con el pueblo (Torres, 1983).
Apple (1986) señala que a menudo lo que se enseña como conocimiento
objetivo es sólo una versión unilateral y distorsionada y que el conocimiento que
se acepta como verdad legitimada es una visión particular del mundo, que es
cuestionable o a todas luces falsa. Además, el conocimiento y la ciencia se
presentan como una forma totalmente válida de conocer, desvinculada de
la vida social e incluso neutra y objetiva, ajena a intereses (Bruner, 1990). Es
decir, se presenta el conocimiento como si la ciencia, a través de su historia,
no encarnara elecciones de valor y sistemas de valor y reflejara los intereses
y el poder de aquellos grupos que han estado en una posición de influencia,
por más indirecta que sea, sobre su historia y curso de desarrollo (Lemke,
1997). Se presentan las cosas como algo dado, como si fueran hechos, datos
incontrovertibles y no se discuten ni su selección ni otras alternativas posibles para
elegirlos o interpretarlos. Todo se presenta como invariable, eterno, ahistórico e
irrefutable; que debe aproximarse a un mundo que si bien se transforma, lo que
importa es conocerlo tal cual es (Ruiz y Estreval, 2006). ¿Y quién media estos
conocimientos en la escuela? Obviamente el profesor, a menudo sin percatarse
de todas esos intereses escondidos.
Lo que el estudiante aprende, conoce y comprende es el conocimiento
de la ciencia y la cultura que alguien más creyó necesario e importante
conocer y comprender. El hecho es que estos conocimientos con su ideología
subyacente estructuran la percepción que el estudiante desarrolla del mundo;
dibujan un panorama parcializado de la ciencia y la cultura que condicionan
el pensamiento del estudiante a una forma específica de ver la realidad. La
construcción guiada del conocimiento y la comprensión se ve lastrada con
una carga cultural e ideológica que define, en concordancia con los valores
imperantes, lo que se considera como buena enseñanza y buen aprendizaje,
justificando así lo que se debe aprender, el cómo pensar, hablar, ver las cosas y
valorar (Ruiz y Estreval, 2006).
La cara oculta del
profesor
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Se asume también que las instituciones educativas tienen la finalidad de afirmar,
realizar y adaptar a los educandos a los elementos objetivos de la cultura y la
sociedad (Martínez, 2011b). Se dice que el estudiante necesita apropiarse de los
conocimientos, pautas, normas, significados, valores, costumbres, tradiciones y
prácticas culturales que le permitan crearse una identidad, una filiación a la
cultura a la cual pertenece el o la estudiante y a la cual pertenecen sus padres y
grupo familiar. Con esto se busca que el sujeto en formación no sólo sobreviva en
el entorno cultural, sino también se adapte e integre plenamente, garantizando
la continuidad, la conservación y la estabilidad de la cultura.
Ésta es la educación entendida como la acción ejercida por las generaciones
adultas sobre las generaciones jóvenes, donde la educación cumple con
la función de transmitir un conjunto de códigos culturales, valores, creencias
y conocimientos que garanticen la conservación y continuidad de la cultura,
que la hagan funcionar. Pero ¿qué cultura se enseña y qué cultura se asimila?
Aquí también se hace una selección interesada de los conocimientos culturales
que excluye intencionalmente las tradiciones culturales de clases y grupos
subordinados para priorizar las tradiciones culturales de los grupos y clases
dominantes.
Así puesta la escuela, el profesor se convierte en el representante y reproductor
de la cultura, ya que enseña y educa desde la cultura, en la cultura y para la
cultura. El profesor es en mismo un sujeto cultural, formado en la cultura y
poseedor de la cultura en la que está inmerso y que además considera esta
transmisión cultural una función natural de la escuela y por tanto una función
fundamental de su quehacer educativo. El educador –que es tributario y
guardián de la cultura que transmite- hace de puente entre dos generaciones.
Es por tanto un reproductor que busca la adaptación, inserción, integración del
individuo -el estudiante- al sistema cultural para que realice así su propio ser. Éste
es el profesor colonizador.
Pero no sólo eso, el profesor en sus prácticas educativas es a menudo ajeno a
la multiculturalidad e interculturalidad que por naturaleza están presentes en los
grupos humanos; y se convierte en un productor-reproductor monocultural, que
privilegia la cultura dominante, y desestima, con o sin intención, las otras culturas
y subculturas. En su práctica de enseñanza privilegia ciertos modelos de belleza,
formas de vestir, tipos de comida, prácticas religiosas, tecnologías, sistema de
creencias, valores, prácticas de consumo, lenguaje y otros comportamientos en
detrimento de otras opciones o pautas culturales.
Todo este proceso de aprendizaje y transmisión cultural se da en la cotidianeidad
de las relaciones humanas así como en los acontecimientos que se desarrollan
a lo largo de la vida escolar. La enseñanza y perfeccionamiento del idioma
nacional, la celebración de los días festivos y alusivos, los actos culturales y
deportivos, las manifestaciones cívicas y artísticas, los certámenes y concursos
31.
celebrados dentro de la institución, así como todas las pautas culturales
enseñadas en el salón de clases constituyen las prácticas culturales ejecutadas
por el profesor en la escuela. Muy difícilmente el profesor asume el rol del
docente que critica, cuestiona, debate, propone, actúa y recrea los órdenes
sociales y la cultura (Martínez, 2011b).
¿Qué aprenden los estudiantes? Efectivamente, los estudiantes aprenden los
códigos, pautas y comportamientos culturales propios de su cultura, que en
general son los mismos de la cultura dominante -comida rápida, árbol de
Navidad, Santa Claus, uso y abuso del celular, el concepto de competitividad
y consumo, para retomar algunos ejemplos-. Pero también se reproducen y
perpetúan muchos de los lastres culturales o pautas culturales indeseables que
la generación adulta traía consigo: el predominio del hombre en la sociedad
–autoritarismo, machismo, la desigualdad de género propios de una sociedad
masculina-; la identidad o pérdida de la identidad étnica-racial; la identidad y
orientación sexual y su consiguiente intolerancia; la indiferencia a la diversidad y la
inclusión cultural; el conservadurismo de las creencias religiosas; el nacionalismo
exacerbado disfrazado de amor patrio; entre otras, son las nociones que se
refuerzan en la escuela y de las cuales el estudiante se apropia en mayor o
menor grado.
Al final de cuentas, toda práctica pedagógica del profesor, ejercida con alguna
forma de violencia simbólica, logra con su poder arbitrario la imposición cultural;
es decir, conquistar el reconocimiento de la cultura dominante como cultura
legítima. La escuela se convierte en una institución que reproduce, afirma y
confirma los elementos culturales y las interacciones del cuerpo social. Escuela
y profesor -al final de cuentas- se confirman como agentes que perpetúan la
cultura –tomando distancia de la escuela y profesor como agentes de y para
el cambio, la innovación, la transformación y la renovación cultural (Martínez,
2011b).
Pero los aspectos culturales no están desvinculados de los aspectos sociales;
de hecho están tan estrechamente relacionados que es a menudo imposible
separarlos. La escuela, como institución social y cultural, tiene funciones bien
definidas. Así como a través de la educación se transmite todo el patrimonio
cultural acumulado por las generaciones anteriores, también se busca adaptar
el individuo al mundo social, hacerlo miembro del grupo; esto involucra todo
un proceso de socialización a través del cual el individuo refuerza su identidad
y se apropia de sus roles dentro de dicha sociedad. Esa socialización implica
aprender las normas de convivencia y reglas de comportamiento dentro del
grupo social que lo convierten en un ciudadano que encaje en los moldes y
valores socialmente preestablecidos. La socialización del individuo garantiza la
funcionalidad de la sociedad, asegura la continuidad social y se proporciona
estabilidad (Ruiz y Estreval, 2006). Desde el funcionalismo educativo es difícil
imaginar cómo cohesionar una sociedad o cómo hacer funcionar una
La cara oculta del
profesor
32.
sociedad con procesos de socialización fallidos, con individuos desadaptados
a las normas y comportamientos socialmente aceptados.
La escuela es una representación de la sociedad en la que está inmersa. Es al
mismo tiempo un producto de la estructura social que reproduce pensamientos,
hábitos, conductas en sus estudiantes para que esa sociedad tenga continuidad,
permanezca inalterada y legitime las condiciones establecidas. En lugar de
preparar a los estudiantes para acceder a la sociedad con habilidades que
le permitan reflexionar críticamente sobre el mundo para transformarlo, las
escuelas son fuerzas conservadoras que en su inmensa mayoría, socializan
a los estudiantes para que se adapten a ella (Giroux, 1997). Más allá de lo
que enseñan, el hecho mismo que en una sociedad haya escuelas públicas y
privadas, laicas y religiosas, urbanas y rurales, de varones y niñas, con prestigio
y sin prestigio, con recursos y sin recursos, para ricos y para pobres, dice todo
sobre la conformación de la sociedad. Pero también dice de los objetivos de
la escuela, del tipo y calidad de educación que proporcionan y de quiénes
son sus destinatarios. La escuela por tanto refleja la sociedad dejando ver sus
segmentaciones, desigualdades, discriminaciones y contradicciones.
El hecho es que la escuela es la institución que la sociedad usa para sustentar
valores (Ruiz y Estreval, 2006). ¿Qué valores, cuáles valores? Los valores que la
sociedad misma produce, aquellos que son considerados socioculturalmente
válidos, legítimos, necesarios para poder funcionar y “valiosos” para ser
reproducidos dentro de ese grupo social e históricamente situado. La escuela
media la formación del pensamiento y la transmisión de valores con la función
de transpolar una parte del conocimiento acumulado por una sociedad (Lerner,
1996). Dentro de esos valores que la escuela inculca están la puntualidad,
la obediencia, el respeto, el orden, el aseo, el trabajo, la dedicación, la
disciplina; pero también fomentan la pasividad, la subordinación y la sumisión
a la autoridad, el silencio y la resignación, la repetición y la memorización de
conocimientos; al mismo tiempo que se “descuida” o “desincentiva” el diálogo,
el consenso, el liderazgo, la crítica y la reflexión, estos últimos necesarios para la
transformación social.
Todos esos valores los inculca el profesor en el contexto escolar. En su práctica
educativa, el profesor, que es un sujeto social, formado al amparo de la
sociedad a la cual representa dentro del aula, inculca, de manera intensa y
continuada, comportamientos, saberes y actitudes basados implícitamente en
las normas, reglas o códigos preestablecidos y socialmente impuestos. A través
de su práctica educativa interioriza en los estudiantes modelos, significaciones
y en general, las condiciones sociales existentes para formar la personalidad.
La inculcación que realiza toda acción pedagógica es generadora, de
personalidades socialesy subjetivaciones de la realidad. En la misma línea,
Romero (2010), expresa que la práctica de enseñanza del profesor -por el uso
de mecanismos continuos, reguladores y correctivos- moldea subjetividades
33.
y construye un determinado sujeto que se encarna en su cuerpo y en las
instituciones. El profesor desempeña un papel vital en el mantenimiento de la
estructura de las escuelas y en la transmisión de los valores necesarios para
mantener la ordenación social general. (Giroux, 1997).
Al estar inmerso los estudiantes en un contexto con relaciones e interacciones
socioculturales, socioeconómicas y sociopolíticas con reglas, normas y prácticas
impuestas, los alumnos crean e internalizan imágenes de sí mismos, que influyen
en su aprendizaje y en las actitudes que desarrollarán como adultos (Rockwell,
1995a). Demás está decir que desarrollan una identidad y aprenden sus roles
como sujetos sociales, culturales y políticos de acuerdo a los mecanismos y
contextos ya establecidos. (Berstein 1977) sostiene que los estudiantes interiorizan
valores que acentúan el respeto por la autoridad, la puntualidad, la limpieza,
la docilidad, la conformidad. También inculcan la pasividad intelectual, sentido
de la inmediatez, valoración de la individualización, ausencias de liderazgo y
solidaridad.
Desde la dimensión socioeconómica, la escuela y las prácticas del profesor
forman subjetividades para el mercado, para el trabajo y para un determinado
sistema económico. La estructura, organización y contenido de enseñanza
de la escuela traducido en horarios rígidos, jerarquías, supervisión constante,
producción y evaluación de determinados productos, asignación de tareas
especificas, dispensación de estímulos y sanciones (suspensiones, trabajos extras)
también conforma subjetividades socioeconómicas. Pero además, a través de
las prácticas de enseñanza se enfatiza el trabajo individual en contraposición al
trabajo grupal, se privilegia la competitividad en detrimento de la solidaridad, el
valor de un producto en vez del valor de un proceso, se privilegia el aprendizaje
de contendidos orientados a un trabajo que el aprendizaje con valor intelectual.
A través de esta forma de hacer educación se prepara a los alumnos para que
sustenten los valores esenciales e indispensables de las empresas y fábricas, la
personalidad requeridas en la fuerza de trabajo estructurada burocráticamente
y jerárquicamente organizada; es decir, los estudiantes aprenden valores
y normas que los convierten en “buenos trabajadores industriales (Berstein,
1977). Giroux (1997) lo pone así: los alumnos dejan el control de sus propias
actividades en manos de un superior durante el proceso laboral (al igual que
deja su autonomía e iniciativa en manos del maestro); poseen una conducta
de conformidad, regularidad y lealtad que le permitan ser un “insumo” eficiente
en el proceso productivo (al igual que se le solicita regularidad, puntualidad y
quietud en el proceso de aprendizaje). Se premia y castiga al alumno mediante
incentivos y sanciones externas al igual que se premia y castiga al trabajador
para que aumente su producción.
En esa misma línea de análisis, Torres (s. f.) expresa que como resultado de
un largo proceso de estudio, el estudiante recibe un certificado, diploma o
La cara oculta del
profesor
34.
titulo y que este se convierte en el referente para poder acceder al mercado
laboral. Los empleadores utilizan el diploma para evaluar y seleccionar aquellas
personas que por su mayor estadía en el sistema escolar, brindan la garantía de
haber interiorizado las normas de obediencia, sumisión y puntualidad; aspectos
básicos para la disciplina industrial y organizacional. La credencial educativa es
valorada entonces primero como garantía del adecuado aprendizaje afectivo
y conductual; y en segundo lugar, como certificado de algunos conocimientos
útiles para la producción. En este sentido advierten Hernández y Reyes (2011)
que las escuelas en las sociedades capitalistas tienen la función de formar
la fuerza de trabajo y la inculcación de la ideología dominante con el fin de
perpetuar las relaciones sociales de producción existente.
La práctica de enseñanza del profesor también tiene una dimensión política.
Aunque el profesor raramente se ve a mismo en su práctica como un sujeto
político, el hecho es que su práctica está lejos de ser una práctica meramente
instrumental; su actuación conlleva mecanismos modeladores y de control
interno de las conductas del estudiante lo cual coloca la práctica de enseñanza
en la dimensión política (Freire en Berger, Galarraga, y Valentinuz, 2009).
La escuela presenta al alumno prácticas poco usuales y desconocidas
u opuestas a las que ha vivido en otros contextos, brindándole una serie de
experiencias y vedando otras. Estas prácticas social y culturalmente creadas,
organizadas y aceptadas permiten al profesor proponer formas de pensar, sentir,
valorar, concebir y hacer las cosas (Ruiz y Estreval, 2006). Al decidir el profesor
qué es lo que se debe hacer y no hacer o cómo hacerlo crea relaciones de
poder (Rockwell, 1995). De aquí que las relaciones entre profesor y estudiantes
sean relaciones de poder y estas o se dan por sentado como algo natural o son
apenas perceptibles o pasan completamente desapercibidas.
La escuela es el espacio donde se originan, se desarrollan y se consuman las
interacciones y relaciones entre los participantes de la acción educativa –profesor
y alumnos (Martínez, 2011a). Pero el hecho es que la relación entre profesor y
alumno no es una relación dialógica, simétrica, biunívoca, bidireccional. Esta
relación no se da entre pares, en condiciones de igualdad, no es dialéctica ni
pretende serlo. El profesor amigo, la palabra mesurada y cariñosa, el discurso
neutro o conciliador es solo parte del discurso pedagógico, de la estrategia
comunicacional, de la forma sutil de incidir y llegar al estudiante para que haga
las cosas. Pero si es necesario, si las condiciones o circunstancias lo ameritan, el
profesor pasa a otro discurso (autoritario e impositivo) y a otras acciones. Como
lo sostienen Hernández y Reyes (2011), en el aula, el maestro ejerce el poder
cuándo moldea la conducta de sus alumnos; y éstos no lo notan por el tipo de
discurso que maneja, detrás del cual subyacen múltiples intencionalidades e
influencias ideológicas. Simplemente desde su condición, el profesor detenta
el poder y lo despliega en una variedad de formas ya que en su práctica
educativa el profesor usa el poder para controlar, dominar, someter, imponer,
35.
coaccionar, inhibir en todos los aspectos del comportamiento del estudiante
(Martínez, 2011a) y lo hace a través de dispositivos disciplinarios: la vigilancia, el
control, el discurso y el examen (Foucault, 1984).
El hecho es que la escuela, como toda institución sociocultural y política,
tiene participantes con identidades, posiciones jerárquicas, roles y atribuciones
sólidamente construidas. Las identidades están nítidamente definidas. El profesor
es el adulto formador, poseedor de la cultura y el conocimiento, dueño del
tiempo, con autoridad institucional y didáctico-pedagógica. Él es el planeador,
ejecutor, evaluador, validador y legitimador de la actividad educativa. Es el
representante institucional del sistema educativo y gestor del currículo -lo cual le
da autoridad pero al mismo tiempo compromete su independencia y libertad
de acción-. Es el experto, el que sabe sobre procesos educativos y evaluación;
el que conoce el camino y la meta; es casi infalible y es raramente cuestionado.
Se asume a sí mismo como profesor y así lo asume la comunidad educativa y la
sociedad; sus decisiones y acciones se justifican desde esa posición.
El estudiante es el niño o joven en proceso de formación. Es el aprendiz que
carece de experiencia, conocimientos y formación; y por tanto necesita guía
y orientación por parte de un adulto, de un experto, de alguien que sabe, que
tiene la investidura académica y la acreditación social. El estudiante es el sujeto
de la educación tanto en el sentido que sobre él recaen las acciones educativas
como en el sentido de que está sujeto a las disposiciones y decisiones del
profesor y de la institución educativa. Es el que necesita aprender los nuevos
conocimientos, las pautas culturales y sociales para integrarse a la sociedad. Se
asume como estudiante, alumno, aprendiz y evaluando y así también lo asume
la escuela y la sociedad.
Dentro de esa misma lógica, el contexto escolar establece relaciones jerárquicas
entre profesor y estudiantes. En la parte superior está el profesor –el profesorado,
un grupo pequeño, “la elite”- que tiene el control en la escuela y dentro del aula.
El profesor define cómo tienen que hacerse las cosas y desde su posición de
privilegio toma las decisiones que inciden en los estudiantes. Él es quien decide
qué se enseña, cómo se enseña, cuándo se enseña y por cuánto tiempo; qué
se evalúa como se evalúa, cuando se evalúa y la dificultad de las evaluaciones;
quien aprueba, desaprueba y reprueba. También están los estudiantes, quienes
ocupan el estrato más bajo en esta jerarquía de relaciones sociopolíticas ya que
como individuos y como grupo están en posición de desventajas y limitados por
una variedad de restricciones. Sus opiniones pocas veces se hacen sentir ya que
como tal no tienen voz ni voto y lo que ellos necesiten, crean, sientan o piensen
con respecto a su formación tienen poca o ninguna incidencia. Alguien más ya
pensó por ellos y decidió lo que es importante y relevante aprender (Martínez,
2011a).
La cara oculta del
profesor
36.
Los espacios escolares generan relaciones que distinguen con absoluta claridad
quién es quién en el proceso educativo. Estos contextos establecen con mucha
claridad los roles y atribuciones de los participantes, y eso se evidencia desde los
lugares en que se sientan, el protagonismo y los privilegios a los que acceden.
Aquí se establece nítidamente las diferencias entre quién sabe y quién no sabe,
quién da órdenes y quién las obedece, quién controla y quién es controlado,
quién evalúa y quién es evaluado, quién pide la palabra y quién la cede, quién
disciplina y quién es disciplinado, quién orienta y quién es orientado (Méndez,
2010b), quién es el protagonista del discurso, quién coordina, quién premia y
castiga, quién califica (Hernández, 2006).
En la misma línea, la práctica del profesor es una práctica autocrática.
Las prácticas educativas y de enseñanza no se presentan como prácticas
democráticas ni buscan serlo. El profesor -desde su escritorio, programa
educativo, experiencia, convicciones, motivaciones- piensa y decide sobre las
actividades de enseñanza que va a realizar y con esas mismas prerrogativas
las ejecuta. Independientemente del enfoque metodológico que se utilice en
el proceso, la enseñanza se realiza a partir de la visión e imposición de una
sola persona. De aquí que se diga que la enseñanza no es una actividad
negociada ni consensuada, sino impuesta por el profesor y el currículo. Puede
ser que el profesor planee sus actividades didácticas tomando en cuenta las
condiciones del estudiante y de la institución, o que sus actividades requieran
participación de los estudiantes durante el proceso, pero esto no la hace una
práctica democrática. Haciendo uso de su autoridad didáctica; bajo la premisa
que él es el experto, el que domina el conocimiento a enseñar y los procesos
mediadores, las ejecuta a su modo y conveniencia.
Una de las formas más emblemáticas en las que el profesor ejerce poder es
través de la evaluación. Todo en la vida escolar tiene que ver con la evaluación,
todo el quehacer educativo está condicionado por y estructurado alrededor de
la evaluación, y ésta está en manos del profesor. La evaluación le da al profesor
el poder de validar y legitimar el aprendizaje del estudiante. Le da el poder de
aprobar o reprobar, de premiar o castigar el desempeño del estudiante a través
de una calificación. El profesor despliega el poder que le da la evaluación de
diversas formas. La usa como mecanismo de control. Como tal, controla el
conocimiento, la disciplina, otros comportamientos del estudiante y el ambiente
del aula. A menudo los profesores también usan la evaluación como coacción,
coerción o como amenaza para hacer que los estudiantes estudien; y para
neutralizar y castigar las insumisiones. El examen en sí mismo se considera el
instrumento del poder del profesor, el cual usa para condicionar el ambiente y
otros comportamientos propios del salón de clase.
El profesor manifiesta el poder que le da la evaluación hasta en pequeños
detalles que a menudo pasan inadvertidos ya que no son considerados formas
de poder. Según Sacristán (Gimeno Sacristán y Pérez Gómez, 2000) ese poder se
manifiesta en la forma de imponerla y de realizarla, por la potestad de corregir
37.
respuestas interpretables, por el hecho que sus resultados pueden discutirse
o no. Ese poder se hace evidente al definir lo que es correcto, verdadero,
apropiado e importante de la evaluación y del conocimiento; al mantener
indefinido el momento en que se aplicará para que los alumnos se mantengan
en alerta permanente; el imponer limitantes en el tiempo de realización. Pero
también se deja sentir al obligar al estudiante a contestar como el profesor
quiere que conteste, a pensar como él quiere que piense, sin tomar en cuenta
las características individuales de los sujetos y los referentes predominantes
en su conciencia. En ese mismo sentido se dice del examen que anula las
subjetividades del evaluando, desacredita las opiniones distintas o divergentes
(a las del profesor), desconocen la diversidad cultural, debilita la posibilidad de
la expresión del pensamiento propio (Vázquez, 2007).
En la práctica de enseñanza del profesor, como practica sociopolítica, se
recompensa y promueve al estudiante por mostrarse disciplinado, por su buen
comportamiento, por mantenerse callado y atento, por el cumplimiento de la
tarea asignada, por su buena asistencia y puntualidad, por acatar y obedecer
las instrucciones discrecionales del profesor, por actuar de acuerdo las reglas
y a las normas institucionales. Se castiga la insubordinación, la insumisión, la
desobediencia, la impuntualidad, la irresponsabilidad, el irrespeto, el no
quedarse callado. Se desalienta la crítica, la reflexión, la creatividad –lo que
contradice al profesor y lo que se sale de la regla y la tradición-. La conducta del
estudiante está sometida al escrutinio del profesor ya que está permanentemente
controlada y vigilada.
¿Qué aprenden los estudiantes desde la dimensión sociopolítica, desde
las relaciones de poder? El estudiante, después estar sometido intensa y
continuadamente a esta práctica, desarrolla respeto y subordinación por la
autoridad de los superiores en su lugar de trabajo, dependencia y pasividad a
la hora de tomar decisiones; desarrolla habituación a los horarios, puntualidad
y disciplina en el desempeño/cumplimiento de sus tareas. ¿Se preparan
estudiantes con iniciativas, liderazgo, pensamiento activo-reflexivo, pensamiento
crítico-propositivo? Difícilmente.
De acuerdo con Jackson (1992), los estudiantes desarrollan la virtud de la
paciencia, una paciencia que no está basada en el comedimiento razonado,
sino en la sumisión arbitraria a la autoridad. Según Aronowitz (en Giroux, 1997),
lo que los estudiantes aprenden a través del funcionamiento, estructura y
organización de la escuela es la jerarquía de poder profesional y clasista con
director, profesores y estudiante con sus propios roles y estatus quo así como
los niveles, grados y cursos que sirven de modelo para aprender la estructura
jerárquica de la sociedad y su posición dentro de ella. En este sentido, destacan
la existencia de una estructura burocrática caracterizada por un verticalismo
autoritario y un fuerte dogmatismo cuyas consecuencias son el individualismo y
la pasividad de los sujetos educativos.
La cara oculta del
profesor
38.
Dentro de esta práctica autocrática, autoritaria, jerárquica, autista, con poses
de cacicazgo, difícilmente puede modelarse y apropiarse el valor democracia.
A pesar de las elecciones y gobiernos estudiantiles que pueden darse en las
instituciones educativas, la escuela y la práctica del profesor no tienen vocación
democrática. El estudiante es modelado con caudillismo, verticalismo y
jerarquización y eso en mayor o menor medida asimila. Desarrolla una conducta
pasiva y sumisa, esperando que alguien tome la iniciativa y le diga que hacer y
cómo hacer las cosas. Desarrolla una conducta acrítica, ausente de liderazgo,
incapaz de generar consensos y manejar disensos, pautas necesarias en
toda democracia. La democracia no se impone ni se hereda, se construye;
la escuela y profesor, que no son genuinamente democráticos, difícilmente
pueden inculcar dicho valor.
Conclusión
El contexto escolar y la enseñanza del profesor tienen una incidencia crucial en
la formación de los niños y jóvenes. Lo que él hace, el cómo lo hace y lo que no
hace a través de su práctica educativa en forma consciente o subconsciente,
con o sin intención termina configurando la personalidad –la subjetividad- del
estudiante. A través de su práctica educativa el docente no sólo inculca un
cuerpo de conocimientos, sino también “forma conciencias”. Se esperaría en
principio que todas sus enseñanzas estuvieran orientadas al desarrollo de todas
las potencialidades y talentos del estudiante de tal manera que, sin restricciones
ni manipulaciones, lo lleven a alcanzar mejores niveles de realización personal
y social, que lo liberen de ataduras y lo conviertan en mejor ser humano, en
la plena realización de su ser. Desde la perspectiva crítica, se esperaría que el
profesor, a través de la educación, formara al estudiante para transformar la
sociedad en una más justa y equitativa. Se esperaría que al terminar la escuela,
el estudiante fuera un sujeto libre de las ideologías que enmascaran, deforman o
distorsionan la compresión del mundo, y a partir de ahí, fuera capaz de construir
un mundo mejor.
Sin embargo, en la práctica diaria del profesor -que es un sujeto sociohistórico
con una serie de estructuras de pensamiento heredadas, permeado por fuerzas
modeladoras internas y externas, imbuido en un entorno sociocultural que lo
sobrepasa y lo desconcierta- a menudo se encuentra distraído y desconcentrado
por sus propias ansiedades, temores, motivaciones, sesgos y creencias que
lo alejan de ser ese sujeto de cambio social. Al privilegiar el desarrollo de las
capacidades intelectuales-cognitivas prescritas en el currículo, por un lado, y
al inculcar una serie de valores, por otro, lleva al estudiante a convertirse en
un sujeto de la sociedad”, para la sociedad”, “útil a la sociedad pero no
necesariamente en un sujeto que construye una mejor sociedad: más justa,
más libre, más equitativa e inclusiva.
39.
El hecho es que los profesores desempeñan un papel vital en el mantenimiento
de la estructura de las escuelas y en la transmisión de los valores necesarios
para mantener la ordenación social general. En el quehacer docente y
escolar tradicional, la educación sirve para reproducir las relaciones sociales
de dominación porque proporciona a las diferentes clases y grupos sociales el
conocimiento y las habilidades necesarias para ocupar un lugar en el sistema del
trabajo estratificado en clase, razas y sexos; distribuye valores, lenguajes y estilos
que perpetúan la cultura dominante; y legitima los imperativos económicos e
ideológicos que subyacen al poder político del Estado (Giroux,1997; Mc. Laren,
2003; Foucault,1984). De esta forma, la escuela, además de funcionar como
reproductora social, también fortalece la desigualdad escolar. Esas funciones las
ha llevado a cabo el maestro, porque en su acción pedagógica ha inculcado
e impuesto una cultura que considera legítima (Hernández y Reyes, 2011).
Sin embargo, como bien lo apunta Ruiz y Estreval (2006), si bien es cierto que
cada sujeto selecciona, interpreta e integra a su manera los elementos que se
presentan en el aula e incluso puede construir conocimientos que superan o
contradicen los contenidos transmitidos por la escuela, lo cual pareciera romper
el determinismo de la escuela y profesor reproductor-perpetuador; el hecho
es que a pesar de la diferencia de experiencias y de saberes, de prácticas
y valoraciones, a través de un currículo oculto que es acaso más poderoso
que el explicito, el estudiante termina imbuido por y sustentando los valores
inculcados de forma sutil o de forma autoritaria por la escuela y el profesor.
Además, fuera de las aulas, hay otros agentes sociales que también generan
fuerzas modeladoras que terminan de configurar al sujeto para “adaptarlo a la
sociedad” para hacerlo “sujeto de la sociedad”.
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